Arrancó siendo un funeral más festivo que fúnebre, una celebración de la vida del primer presidente democrático de Sudáfrica, Nelson Mandela
,
que si uno no hubiera sabido qué era hubiera pensado que se trataba de
un concierto de música africana o un partido de fútbol en el que el
equipo local acababa de ganar por goleada.
Terminó siendo un evento político rabiosamente actual cuyo impacto fue devastador para el presidente sudafricano, Jacob Zuma.
Cada vez que se hizo mención del nombre de Zuma, cada vez que
apareció su rostro en una de las dos enormes pantallas a lo alto del
estadio, la muchedumbre suspendió el júbilo y lanzó un abucheo
ensordecedor. Fue una humillación colosal en un acto en el que estaban
presentes más de cien jefes de Gobierno o Estado ——entre ellos el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el de Cuba, Raúl Castro—
y que fue presenciado en directo en televisión por todo el planeta. Fue
un grito de protesta contra la corrupción y el amiguismo en el que se
ha hundido el partido de Mandela, el Congreso Nacional Africano, que
ahora dirige Zuma.